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Relax y buceo en el mar de los siete colores

Colombia Turismo | Vista San Andres

Ni la paleta del gran Joaquín Sorolla, quien hizo de la representación del mar su seña de identidad, hubiese abarcado la variedad de colores de las aguas caribeñas del archipiélago de San Andrés. Lo llaman el mar de los siete colores. Sentados sobre la arena blanca de la playa, con las piernas encogidas, sintiendo la brisa del mar y el relajante sonido de las gaviotas, mi mujer y yo contamos algún color más. Todos azules. Pero no es el mismo azul el clarito de la orilla, que permite ver y coger estrellas de mar, que el más oscuro de 50 metros mar adentro, donde las algas tejen su maraña, que el turquesa que provoca el islote lleno de musgo, que no se atreve a asomar la cabeza hasta que no caiga la noche y baje la marea.

San Andrés y Providencia

Fácilmente accesible en avión desde Cartagena de Indias, este destino ofrece la tranquilidad de sus playas, la transparencia de sus aguas y a la vez...Leer más

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La imagen del islote ilustra bien la vida en San Andrés. De día se ve a un sanandresano, probablemente de raza negra y con sombrero de paja, pescar con una red en la misma orilla; lo mismo intentan hacer las gaviotas que vigilan desde arriba la calma superficie de siete colores; se ven parejas como nosotros cogidas de la mano paseando por la arena, dejando que el agua les alcance los tobillos. De noche, sólo las gaviotas se irán pronto a dormir, porque es entonces cuando San Andrés bulle de actividad. Es una noche templada y oscura que relampaguea en un horizonte poblado de nubarrones. Así es el Caribe, las altas temperaturas son refrescadas por torrenciales aguaceros. El reggae, el merengue y la salsa suenan desde el chiringuito (aquí llamado simplemente quiosco) y bailamos con un mojito en la mano al ritmo que le sugiere la música; los nativos con más gracia que los turistas, sin duda. Esta escena se repite en la mayoría de las playas de San Andrés y en los locales del pueblo, desde el Spratt Bight Pathway al norte de la isla, hasta la Sound Bay Beach al sur.

Algo que sorprende después del primer día en San Andrés es que pertenezca a Colombia. Su situación, a 700 kilómetros de las costas colombianas, a la altura de Nicaragua, no permite adivinarlo. Al menos el vuelo directo de 2 horas desde Bogotá acorta bastante las distancias. Históricamente ha vivido demasiado pendiente de todos aquellos colonizadores (holandeses, ingleses y españoles) que han intentado aprovecharse de sus tesoros naturales, como el coco, las conchas de carey, el cacao, el algodón y la madera de caoba. Ajena a los vaivenes independentistas de la Colombia continental, en el turbulento siglo XVII sufrió el pillaje de piratas como Henry Morgan, quien supuestamente enterró en el oeste de la isla los tesoros que fue acumulando en sus saqueos por el Caribe, en una cueva que ahora es un atractivo turístico ineludible.

Pocos minutos después de haber aterrizado en el aeropuerto (apenas una pista de cemento que cruza el norte de la isla de este a oeste), me di cuenta de que San Andrés es como una ciudad con mucha jungla. Las zonas habitadas del sur son barrios del centro del municipio de San Andrés, que está al norte, junto al aeropuerto. Es la isla más densamente poblada del mundo: 100.000 habitantes en 26 km cuadrados. A los que hay que sumar los 52.000 turistas que llegan aquí cada año.

Los viajeros hispanohablantes se entienden sin problemas con comerciantes, recepcionistas y guías turísticos, pero entre ellos hablan en creole, una mezcla de inglés criollo enriquecido con vocabulario de la zona, evidente herencia británica. Los sanandresanos se sienten colombianos, su idioma oficial es el español, pero no olvidan su importante pasado colonial inglés y el origen afroamericano del 60% de la población. Son los rastafaris, aunque aquí prefieren que los llamen raizales, una forma de vida importada de Jamaica para los que las rastas son una seña de identidad y veneran a Bob Marley como si fuera un semidios. De modo que en San Andrés, el padre del reggae también aparece pintado en muchos muros y estampado en productos de souvenir.

Si decíamos que San Andrés vive a dos velocidades, Providencia sólo vive a una: la de la tranquilidad. Es lo que se respira al ver ese mar en calma, protegido por el tercer arrecife de coral más grande del mundo que hace las delicias de los amantes del buceo y el snorkel. Nosotros, sin ser ningunos expertos y gracias a las indicaciones del guía, pudimos ver mantarrayas, tiburones, barracudas, tortugas y cientos de otras especies.

Después de ver tal cantidad de tiburones y peces enormes, uno tendría miedo de bañarse en la playa. Pero no puede haber maldad en esa balsa celeste y turquesa, en esas olas tímidas que mojan la arena, en esos artesanos que se acercan a vender chaquiras (abalorios) y te acaban contando su vida. Es un privilegio darse un solitario baño en la playa, sin los gritos de los vecinos, nadando y buceando a nuestras anchas, en un agua que enseguida coge una temperatura deliciosa.

Llega el crepúsculo al Caribe. Buscamos un lugar abierto desde donde ver la puesta de sol y nos situamos en el centro de un puente de maderas de colores, que ahora se vuelve todo él rojo oscuro por los rayos del sol. Es el puente que une Providencia con la isla de Santa Catalina. Abracé a mi mujer por la cintura y vimos el espectáculo. Después de presenciar aquella puesta de sol entendí por qué lo llaman el Puente de los Enamorados.

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